En el Instituto de Educación Secundaria Los Albares estamos desarrollando
desde principios de 2013 este proyecto, en el que las alumnas y alumnos del centro
recogemos testimonios orales de familiares, vecinos, amigos e incluso los
nuestros, y con ellos pretendemos construir un relato que tienda lazos entre
las diferentes generaciones que viven y han vivido en Cieza, haciendo su
historia, recuperando la memoria de los ciudadanos de este pueblo.
El jueves 8 y el viernes 9 de mayo de 2014 estaremos en la Esquina del
Convento, recogiendo en video, audio o por escrito el relato de todas aquellas
personas dispuestas a compartir sus recuerdos con nosotros y con el pueblo de
Cieza.
Por otra parte, quien así lo desee, puede enviar su narración, en cualquier
formato y tiempo, al correo electrónico biblioalbares@gmail.com o depositarlo
directamente en la Biblioteca del IES Los Albares.
Añadimos, a modo de ejemplo, dos
de los relatos de alumnas del centro:
UNA MANZANA,
por Ana Pérez Morcillo
En la
época de la posguerra, en Cieza, escaseaba el sustento y abundaba la pobreza.
En
aquellos días (tal y como decía mi abuelo) la gente se comía hasta la cáscara
de las pipas, y él, por desgracia, no era la excepción. En esos tiempos de miseria, mi abuelo, que tendría unos diez
años aproximadamente, tenía que salir de su casa a buscar algo con lo que
calmar su hambre. Una mañana salió a la calle y vio a un hombre pasar frente a
él, comiéndose una manzana. Mi abuelo, con la mirada puesta en esa manzana y el
estómago vacío, decidió seguirlo sin que se diera cuenta. Lo fue siguiendo calle
tras calle, esperando a que tirara el resto de la manzana, para poder comerse
él lo que quedara.
Por fin,
parecía que había terminado, pero, para sorpresa de mi abuelo, aquel hombre ya
no llevaba nada en las manos. No había dejado ni el rabillo, nada.
Así que
aquel niño de diez años, acongojado y triste, volvió a ayunar aquella mañana.
LA
TIENDA DE JUANICO, por Silvia Rubio
Cuando mi
madre era pequeña, en Cieza no había supermercados ni grandes tiendas, sino
pequeños comercios donde se vendía un poco de todo. Generalmente la gente hacía
sus compras en el mercado de abastos, en la plaza de España, donde se
encontraban todas las carnicerías y pescaderías, y luego en cada barrio se
encontraban algunas pequeñas tiendas donde se vendía un poco de todo.
Una de
esas era la de “Juanico de la Canosa”. Era una pequeña tienda de ultramarinos
ubicada en la planta baja de una casa en la calle General Espartero, en la que
se hacinaban las cajas de frutas por un lado, las verduras y hortalizas por
otro, y los productos de droguería detrás de un pasillo que daba acceso a la
vivienda principal, desde donde, tras unas cortinas, podías ver al abuelo
sentado en su mecedora al abrigo de un brasero en su mesa de camilla. A la
derecha, un mostrador de madera oscura, sobre éste un peso y una balanza romana
de hierro oxidado. Detrás del mostrador, Juanico, el tendero, y detrás de éste,
ordenado en estanterías hasta el techo, las latas sobre los cajones de
legumbres.
Se pedía
la vez, Juanico te lo despachaba todo, y te cobraba él mismo haciendo las
cuentas a lápiz sobre el papel en el que te iba a envolver el pedido. Cuando
había mucha gente, el abuelo, al grito de“¡Papaaa, saca jabón!”, echaba una
mano torpe y lenta. No existía el estrés, no había prisas. Ir a la tienda a por
una lata de atún, te podía lleva una tarde entera.
Por las
mañanas despachaba los bocadillos para el colegio. Entonces había que madrugar
para no llegar tarde, porque Juanico, con su parsimonia, tardaba lo suyo en
poner el filete de la lata grande y envolver el bocadillo en un áspero papel de
estraza.
Como
Juanico vivía encima de su tienda, a cualquier hora estaba disponible.